Érase una vez, una princesa que vivía en una isla muy soleada a donde casi nunca llegaba el invierno. La princesa era muy simpática y, como todas las princesas de los buenos cuentos, estaba buscando maridito. Tenía muchos pretendientes aunque ninguno le gustaba del todo y se iban por donde habían venido.
Un día, llegó a su reino un humilde confitero, del que se rumoreaba que hacía los mejores dulces y golosinas. La princesa, curiosa, decidió llamar al confitero a la corte para comprobar si eran verdad los rumores.
Llegó el día, y como ocurre en todos los cuentos, la princesa se enamoró irremediablemente del pastelero (como debe ser). Él, le entregó una bandeja forrada de papel azul y le dijo que ojala le gustaran.
Pasaron los días y la princesa solo pensaba en el confitero. Toda la música le recordaba a él, por primera vez, los puños en la barriga no eran desagradables y nadie, salvo él, se merecía sus miradas y su sonrisa y los miraba con desprecio.
El mayor problema era que la princesa no se atrevía a decírselo porque se sentía tonta e inútil a su lado. Un día, cuando iba de paseo, se encontró con su amado (suena bien ¿eh?). Él la saludó y comenzaron a hablar sin parar. Cuando llegó la hora de despedirse, él le preguntó si había algo que no tuviera. La princesa le respondió que nieve. Ella nunca había visto la nieve y siempre había soñado con recoger copos y sentir el frío en la nariz.
Pasaron muchos días hasta que volvió a saber del confitero. Una mañana, llegó un paquete pequeñito y cuando lo abrió, descubrió que dentro había una bola de cristal, con nubes de algodón y nieve de azúcar glas.
El resto del cuento, podéis imaginarlo a vuestro gusto.
Un día, llegó a su reino un humilde confitero, del que se rumoreaba que hacía los mejores dulces y golosinas. La princesa, curiosa, decidió llamar al confitero a la corte para comprobar si eran verdad los rumores.
Llegó el día, y como ocurre en todos los cuentos, la princesa se enamoró irremediablemente del pastelero (como debe ser). Él, le entregó una bandeja forrada de papel azul y le dijo que ojala le gustaran.
Pasaron los días y la princesa solo pensaba en el confitero. Toda la música le recordaba a él, por primera vez, los puños en la barriga no eran desagradables y nadie, salvo él, se merecía sus miradas y su sonrisa y los miraba con desprecio.
El mayor problema era que la princesa no se atrevía a decírselo porque se sentía tonta e inútil a su lado. Un día, cuando iba de paseo, se encontró con su amado (suena bien ¿eh?). Él la saludó y comenzaron a hablar sin parar. Cuando llegó la hora de despedirse, él le preguntó si había algo que no tuviera. La princesa le respondió que nieve. Ella nunca había visto la nieve y siempre había soñado con recoger copos y sentir el frío en la nariz.
Pasaron muchos días hasta que volvió a saber del confitero. Una mañana, llegó un paquete pequeñito y cuando lo abrió, descubrió que dentro había una bola de cristal, con nubes de algodón y nieve de azúcar glas.
El resto del cuento, podéis imaginarlo a vuestro gusto.
Cuando prometí un cuento, lo prometía de verdad.
Y la princesa y el príncipe del club de los macarrones fueron felices y comieron perdices. (siempre que el príncipe no sea un retardo que no vea las EVIDENCIAS)
ResponderEliminarYo prefiero comer macarrones que comer perdices, se me viene una imagen desagradable a la cabeza, ag.
ResponderEliminar"La nieve de azúcar glasé" está muy pero que MUY rica.
ResponderEliminar¿Habías visto la nieve antes, no?
Cómo mola que ambos tengamos cinco años, eh, Marina :]
ResponderEliminarMola mucho quitarse ya años a estas alturas :D
ResponderEliminarQue no, que las arrugas aparecen en tu piel, y la-me-jo-ran.
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